Ocupado de mantener el teatro de esta casa de estudios a la vanguardia cultural, su director recuerda las luces y sombras de sus 20 años de historia en la universidad.
Marco Antonio de la Parra Calderón. Director Artístico del Teatro Finis Terrae.
Marco Antonio de la Parra, quien ha analizado los dolores del país sobre el diván y sobre las tablas, hoy se recuesta sobre el primero para tratar de volver a soñar un país que ha cambiado, al que le cuesta reconocer, pero al que sigue atento para brindar -quizás- un bálsamo desde su rol de director artístico del Teatro Finis Terrae.
Instalado en su consulta psiquiátrica, ubicada a cuadras del campus, De la Parra reflexiona en torno a los 35 años de la universidad, en que él mismo ha sido un personaje relevante durante casi dos décadas. “Un día, en 2005, llegó a mi consulta Roberto Guerrero”, recuerda sobre el inicio de su relación con la casa de estudios.
De la Parra es escritor, dramaturgo, médico, pero jamás indiscreto. Por eso se apura en aclarar: “Pero no llegó como paciente, llegó como rector de la Universidad a ofrecerme la posibilidad de ser director de la Escuela de Literatura”, completa, antes de narrar el recorrido que después lo llevó al mando de las aulas teatrales de la Finis, donde se vio enfrentado a cuestionar sus propios rasgos de personalidad y fuerza vital al enfrentarse a una nueva generación de creadores.
En el Teatro Finis Terrae, en 2014 De la Parra pudo volver a montar su obra “Lo Crudo, lo cocido y lo podrido”, que estrenó en 1978, con escándalo político incluido, y que aún está en el podio entre las más de 100 obras que ha escrito en su carrera. Su último remontaje fue parte de la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile. “Lo crudo… es una obra sobre el poder, el sometimiento, la crueldad y el secreto. Es, una vez más, la pesadilla chilena. Un sueño cuyos símbolos nos muestran encerrados, medio perdidos, más deprimidos que cualquier otra cosa”, diagnostica el psiquiatra.
Ya mis pesadillas son otras. En este país tomado de los nervios, mi edad arroja a la arena el tema del cuerpo, la supervivencia, la revisión de lo realizado, la pregunta radical por el sentido de la existencia. Mezcla de nihilista y existencialista siento a veces la tarea terminada, el peso del tiempo.
El Chile del 1978 era más directo en la paranoia y la persecución y yo también más ingenuo en creer que se podía hacer hasta humor maravillado por las imágenes de recuerdos familiares y alusiones a la historia de Chile de varias décadas antes. El Chile de 2023 está irritado y ha perdido fuerza poética. Tiene otras causas como la diversidad, los temas de género, la crisis ecológica, la relectura de perro rabioso de la historia reciente.
Chile ha cambiado y debo soñarlo de nuevo. El arte son los sueños de la sociedad. Y también sus pesadillas. El soñador envejece, enferma, va más lento, ya hizo y vivió y recorrió varias banderas. No lo deslumbran como antes los cánticos de la juventud que portan promesas de colores desteñidos. O yo los siento así por lo menos y es solo la presbicia.
Estoy más pensando que escribiendo. Leyendo todo lo que pueda que no es todo lo que fue en tiempos de gloria. Me dan vuelta personajes de alta política: Fouché, Maquiavelo, Montesquieu. Los imagino jugando golf, algo así. Recorriendo la campiña mientras a lo lejos la ciudad arde y se escucha el paso de los misiles. Todo irá peor, le dice uno a los otros. Son los sobrevivientes de la perversión del poder. Pero también me atraen las historias psicológicas menores, siempre, como fue en ‘La vida privada’ (su obra de 1998) que es la otra cara de ´Lo crudo´”. “A ratos siento que existe la posibilidad que escriba más lento y con menos frenesí. Entonces me tumbo en el diván, mi propio diván, y echo una siesta que borronea un sueño que todavía no se manifiesta en su plenitud. Quizás llegó la hora de las memorias”.
Recordar su relación con la Universidad Finis Terrae es un ejercicio que De la Parra enfrenta con algo de nostalgia, pero con el cometido de estar concibiendo la universidad como un centro de pensamiento, de creación, de aporte a la sociedad.
“Era una universidad más pequeña que ahora. Muy acogedora, había una muy buena relación con las autoridades, con la primera generación de alumnos”, dice, adelantando que su interacción con los estudiantes “se pondría más complicada en los años que vendrían después”.
“La libertad que tenía. Y la posibilidad de trabajar en una carrera muy hermosa. Literatura era mucho más amplia que enseñar solamente dramaturgia y guión (lo que enseñaba antes en otra universidad). También había un respaldo mayor, era media jornada que significaba una situación pecuniaria más interesante y me permitía seguir ejerciendo como psiquiatra, que yo nunca he querido dejar. Y poder tener un compañero como Antonio Ostornol (entonces director de estudios y después director de la carrera de Literatura) fue muy importante”.
“El teatro ya estaba en la carrera de Literatura en una asignatura de Dramaturgia y además yo hacía clases en la carrera de Teatro. Pero el teatro ya me estaba tentando mucho cuando hubo algunos cambios en la universidad y el nuevo rector (Nicolás) Cubillos me ofreció la posibilidad de dirigir la Escuela de Teatro, con una jornada más grande y con teatro propio, en ese momento con dos salas. La sala Jorge Díaz, más pequeña, de investigación, donde actué en una ocasión representando una obra que se llamaba El loco de Cervantes, de mi autoría”.
A estas alturas, intentar frenar sus recuerdos no es simple. “Resulta que armamos una carrera muy prometedora, buscamos a los mejores profesores que había en el medio y lo mejor que había dentro de la misma escuela. Hice algunos movimientos de ramos, trabajando con Hernán Lacalle y Viviana Steiner. Pero pasó lo que pasa con los éxitos: generan problemas”.
“La carrera fue tan atractiva, que tuvimos una matrícula monstruosa”. De catorce estudiantes en su primer año, pasaron a más de 60. “Los alumnos no cabían en las salas corrientes. Entonces, la sala Jorge Díaz se sacrificó y hubo que convertirla en aula. Cierto sector de las autoridades estaba muy contento, pero no teníamos espacio suficiente, ni profesores y me encontré con algo que me desafió: mi carácter para manejar la convulsión estudiantil”, dice, aludiendo a las protestas y paros de 2015.
Yo no soy el líder autoritario que quizás se necesitaba. De dar un golpe en la mesa. Mi tendencia es tomar mi tiempo, dialogar, que para una ocasión como esa no parecía conveniente. O sea, yo era para tiempos de paz. El estudiante de teatro es particularmente exigente. Son muy especiales, son creativos, desafiantes. Quieren lo mejor para ellos. Son muy de pedir y yo les encontraba la razón, pero cómo se paraba esta huelga estudiantil.
Conversamos y vimos que era mejor que tomara el mando Hernán Lacalle, que era mi segundo a bordo en ese momento, y yo pasara a un rol de profesor y luego de director del teatro y director artístico de toda la Universidad, que es preocuparse de todo el aspecto de extensión.
Sí, fue una situación de manejo político al interior del estudiantado. Poco tiempo después llegaría Lorena Burgueño (directora de Desarrollo y Relaciones Institucionales), que para mí ha sido una persona muy importante en su capacidad de diálogo, y Amalá Saint-Pierre, que tenía experiencia en el Teatro UC y se encargó de la coordinación del Teatro Finis Terrae. Yo quedé en la parte de diseño artístico: actividades, organizar conferencias, ciclos, charlas, estar concibiendo la Universidad como un centro de pensamiento, de creación, de aporte a la sociedad. Esa ha sido mi labor y mi deseo es que siga siendo así.
En ese rol, De la Parra creó la Cátedra Siglo XXI, que ha convocado en la Finis Terrae a escritores, artistas y pensadores desde 2011. Con la pandemia, las limitaciones de espacio se esfumaron y la convocatoria -ahora en formato online- se amplió hasta llegar a tener más de 300 asistentes en estas actividades de reflexión.
Soy de los que piensan que las artes y las humanidades, y agrego la creatividad, deben ocupar un rol muy fundamental en la formación de nuestros profesionales, como fundamento para una sociedad más sana. Sabemos que nuestros estudiantes se enriquecen en su formación con artes, humanidades y creatividad, emparejando su nivel con los alumnos que pueden tener mejor puntaje en la prueba de selectividad.
Ahí es donde la universidad se convierte en un centro de pensamiento. En la formación plena, en el desarrollo completo de los estudiantes, como persona, como líderes sociales, como jóvenes que van a ocupar los puestos de este Chile que se diseña. Necesitamos que sean cultos, que tengan una formación profunda y que tengan valores.