Desde niña quiso ser doctora y ayudar a los niños de África. Con sólo 32 años, ya cumplió ambos sueños y hoy comparte su experiencia como médico y como docente de la alianza Finis Terrae-Clínica Las Condes.
Javiera Adriazola Salazar, Doctora
Estudió en el Saint Gabriel’s School. En 2019 entra a estudiar Medicina en la Universidad Finis Terrae. Entre 2019 y 2022 realiza la Beca de Medicina Interna de la misma casa de estudios.
“Me llamo Javiera Paz Adriazola Salazar. Y sí. Siempre quise ser doctora y siempre quise ir a África a ayudar a los niños”. La egresada 2016 de la Escuela de Medicina de la Universidad Finis Terrae habla directo, sin pelos en la lengua, hasta políticamente incorrecto, pero cada frase refleja su profunda preocupación por el ser humano, una virtud que su formación universitaria reforzó.
“Me encanta el trato con los pacientes. Por eso me especialicé en Medicina Interna. Cirugía a mí no me gusta, porque vas a operar y nada más, ves un apéndice o un intestino, y el paciente como que no importa mucho”, afirma.
Por qué siempre quiso ser doctora, no lo sabe. “Mi mamá me contó que cuando era chica me preguntaban ‘¿Qué quieres ser cuándo grande?’ y yo decía: ‘quiero ser doctora y quiero ir a trabajar a África’. ¿Por qué no a otro lugar? No lo sé. Me lo he preguntado mucho, pero no tengo explicación”.
Más adelante en la conversación, Javiera dirá que cree haber sido africana en alguna vida pasada. En esta vida, ella es hija de vendedores de repuestos del sector 10 de julio, ex estudiante del Saint Gabriel’s School y médico cirujano y becaria de Medicina Interna de la Universidad Finis Terrae.
Hoy es parte, como docente y doctora, de la alianza que esta casa de estudios estableció con la Clínica Las Condes, uno de los últimos proyectos de excelencia de una Facultad de Medicina que era muy distinta a la que ella entró, a fines de los 2000.
“Sinceramente, entré a la Finis porque me alcanzó el puntaje. Cuando me metí, ni siquiera estaba acreditada en Medicina”, confiesa. Fue una apuesta. O el destino.
La entrada de Javiera a la universidad coincidió con la llegada del doctor Alberto Dougnac al decanato de la Facultad de Medicina, en 2009. Junto con lograr la acreditación de la carrera y elevar el estándar de la escuela, el doctor Dougnac jugaría un rol clave en cumplir la segunda parte del objetivo de vida de Javiera: ayudar a los niños de África.
“Fui a ‘Médicos sin frontera’, pero ahí pedían unos tres años de trabajo como mínimo”, recuerda sobre sus primeros intentos para viajar. “Fui a charlas y todo eso. Pero al final, la posibilidad de ir a África surgió en mi misma universidad. Y en eso está muy metido el doctor Dougnac, que yo lo amo”, dice.
“Cuando salí de la universidad me puse a trabajar en un consultorio, como todo médico general. En el Cesfam Aníbal Ariztía de Las Condes. Siempre conectada con la Finis porque soy muy Finis Lover, me llevo muy bien con todos. Lo que más me gusta de la Finis es que tú entras a la escuela, saludas a la secretaria, que son las mismas de hace 15 años, y te metes en la oficina de toda la plana alta, son muy cercanos”.
Cuando trabajé en el consultorio, conocí a un recién egresado que se fue a África a trabajar con una institución, que se llama ‘Africa Dreams’. Él le presentó un proyecto al doctor Dougnac y postulamos tres médicos, ayudados económicamente por la Finis, para ir a Zambia.
Javiera cuenta que, junto al doctor Dougnac, tuvieron reuniones para preparar el desafío que iban a enfrentar. Incluso debió adquirir práctica y conocimientos que no eran parte de la formación: “Me fui al Hospital del Carmen a practicar cesáreas y procedimientos quirúrgicos. Uno como médico cirujano general, en verdad no es cirujano. Eso era en la antigüedad, cuando los doctores hacían de todo. Unos tres meses antes de viajar me preparé en partos, en cesáreas. Gracias a la Finis también”.
El doctor Dougnac fue a Zambia, le presentaron el proyecto. Nosotros íbamos a armar una especie de SAMU, atención primaria, en una zona muy rural. El doctor lo aprobó. Dejó todo listo. Nos dijo: ya chiquillos, vénganse ustedes. Y llegamos allá y este gallo, el recién egresado, nos abandonó. Y nos fastidió a todos: Al doctor Dougnac, a nosotros.
Nunca fuimos al pueblito en el que este ex alumno había armado el proyecto. El doctor Dougnac nos había mandado con millones de insumos que se había conseguido. Íbamos llenos de maletas con remedios. Y figurábamos allá sin cachar nada de la vida. Bueno, el cuento corto es que por suerte divina nos hicimos amigos, por intermedio de una iglesia, con la gente del Hospital General Lewanika, de Mongú, que es como una ciudad.
El director de este hospital, que era indio, nos dijo vengan para acá a trabajar con nosotros, quédense el tiempo que quieran. Si finalmente nosotros íbamos gratis, a dar un servicio. Obviamente, todo lo que nos mandó el doctor Dougnac lo pudimos usar en el hospital y fue mucho mejor, porque en un consultorio no habríamos podido hacer mucho. Ahí estábamos en este hospital grande, supuestamente era el más importante de toda una zona del país. Pero el hospital más rasca de Chile tenía más cosas.
Obviamente nuestro material sirvió y nuestra ayuda también, porque uno puede saber mucho, pero si no tienes antibióticos no puedes tratar nada. Entonces por lo menos teníamos un stock limitado de recursos que podíamos usar
Zambia es colonia inglesa. Los doctores y la gente que fue al colegio saben hablar inglés. Pero las enfermeras no. No son universitarias. Hacen un curso corto y no son como en Chile. No saben sacar sangre, no saben tomar los signos vitales, no son una ayuda, sinceramente. No cuidan del paciente.
De todo, imagínate aprender a pinchar en pacientes posiblemente con VIH (un tercio de la población de Zambia es positiva al virus, cifra que se eleva por sobre el 80% de las personas hospitalizadas), en brazos negros en los que no se ve la vena y con una piel que es súper gruesa. Pero hay que aperrar no más. Allá los doctores hacían todo.
Allá no entras a pabellón diciendo: ‘que el anestesista ponga la anestesia, que el neonatólogo saque a la guagua y que el ginecólogo haga otra cosa’. No. Aquí era un mismo doctor que hacía todo eso y ese doctor era un recién egresado.
Muchísimos. 100 o más. Allá la cantidad de bebés por segundo son, no sé, 100 por día. No hay control de la natalidad, las mujeres tienen 10 o 15 bebés, pero no todos viven.
Una compañera se devolvió a los tres meses. Y el otro, a los cinco meses. Fue mucho. Es que era bien fuerte en verdad. De todos los pacientes que veíamos, muchos se morían, porque llegaban en la última y no había mucho que hacer. El hospital era básico, no tenía cuidados intensivos, no había ventiladores mecánicos, adrenalina, nada. Uno no está acostumbrado a eso. En Chile estás acostumbrado a que los pacientes vivan y si no, es porque tienen cáncer o porque lo atropelló un auto en la cabeza, pero los pacientes no se te mueren así como así.
Te doy un ejemplo: por el VIH da una infección a los pulmones y esos pacientes se empiezan a ahogar y hay una naricera para toda la sala y tienes que elegir a quién le vas a pasar esa naricera. Y necesitas un ventilador, necesitas presión, necesitas millones de cosas. Y se morían no más.
Obvio que fue terrible. Yo, en mi mundo ideal, iba a ayudar a todos los niños de África. Y yo ni siquiera sabía pinchar, no podía entender a los pacientes y ellos no me entendían a mí. Muchos me discriminaban por ser blanca. Sobre todo, adultos y niños. Niños que nunca habían visto un blanco en su vida y te mueres cómo nos gritaban, pateaban y no nos podíamos acercar.
“Pero hice un cambio de mentalidad y dije: estoy acá para ayudar. El número de personas a las que ayude no importa. Uno, o dos, o tres va a ser mejor que nada. Así que después no me dediqué a salvar masas, sino que a los 10 pacientes que me asignaban de una sala de 30. Y si había un paciente 11, lo siento, te tocó con otro doctor o no te tocó, pero yo a esos 10 les ponía todo el corazón”.
“Me fui calmando un poco y bajando la expectativa a lo que sinceramente puedes aportar allá. Porque es distinto ser un cirujano que va a operar 100 rodillas y les facilitas la vida a 100 personas, que un internista que tienes que pedir muestras de sangre y exámenes, que no hay. Yo dije: ‘acá también vengo a aprender’ y me metí a hacer turnos con los de allá y lo único que no hice fue cirugía, porque me carga. Ayudaba en una cesárea y cuando salía la guagua, me quedaba con el recién nacido. Estuve en pediatría, en medicina interna y en ginecología.
No me sentía preparada emocionalmente para ser mamá, pero obvio que dan ganas de traerte la mitad de esos niños para acá. Con mis familiares y amigos en Chile empecé a juntar plata para las familias más vulnerables de la zona donde vivíamos. Unas monjitas me orientaban. Entonces algunos días iba a la feria a comprar cosas para ellos, como ropa, y otro día iba al mercado por los alimentos.
No, nunca. Yo me quería quedar a vivir allá. Pero mi mamá viajó a Zambia, me agarró de las mechas y me dijo: ‘Javiera, vamos’. En ese minuto yo me sentía muy feliz, estaba muy contenta. Hice muchos amigos allá, los doctores de allá. Yo estoy segura que en otra vida fui africana, porque me sentía muy de allá, pese a todas las diferencias y dificultades.
Me sirvió mucho para poder enfrentar las situaciones adversas. Aprendí a no desesperarme y a no caer en el nerviosismo. Aprendí a escuchar. Y a entender que no necesitas estar en la mejor clínica del mundo para poder ayudar. Eso es lo que yo le intento transmitir a mis alumnos y a mis becados. Yo no les voy a enseñar el último avance molecular que salió. Yo les voy a enseñar a saludar a las personas, a ser educados con los pacientes, a escucharlos, a que sus problemas importan, porque es lo que a mí me enseñó la Finis: a ver los pacientes como las personas que son y no como la apendicitis o la neumonía que está en la habitación 214. Para aprender cosas tienen un libro. Yo libro no soy. Yo intento que se humanice más la medicina.